Se había puesto pensar un par de nombres. No hay nombres
buenos. Detrás del café revuelto, había acaso una espina con grandes árboles y
perfiles; y había también techos y calles que se cruzaban todo el tiempo hasta
llegar a la soledad.
El silencio del pulso era apenas ese sonido raspado entre la
lapicera y el papel. En su historia, las mañanas eran despedidas. Los ausentes
eran ojos, eran párpados, eran riñones completos, pulmones, serpientes,
abrazos. Eran soplos de esquinas, de canciones. La ausencia era ésa silla
infinita y quieta. El viento le rasgaba una lágrima o algo así. La boca de su
estómago era un lago que anunciaba el primer desfile de amaneceres solos.
El muelle tenía la forma de cicatriz. Y ese par de piernas
enfiladas hacia la nada en una línea imaginaria de perdones demorados.
Se pellizcó los labios con los dientes, como una especie de
mueca. Hinchó su pecho con una reverencia hacia la tarde y dejó caer su cabello
sobre sus hombros de mujer cadavérica.
Desde lejos llegó una
sombra y apoyó sus dedos donde termina la clavícula.
Ella se hizo la desentendida sólo para no nombrarlo.
Los nombres eran ausentes también, y me pregunté al verlos,
se me vino a la cabeza la idea de pensar por qué la gente se insiste todo el
tiempo; si el amor es una masacre.