-¿A quién podría hacerle mal? Preguntó alguien desde el
fondo del café. Yo traté de levantar la cabeza por encima del hombro pero no
pude distinguir ninguna cara. Conocía esa voz. El tono era similar al de un
cascabel cayendo sin remedio al piso.
Había un parpadeo de luz que me erizó la piel en público. ¿Podía
ser acaso el recuerdo, una regresión? Leí mi pensamiento en voz baja retumbando
la idea seductora de verle de nuevo. Seguí buscando entre otros rostros, su
rostro; casi con desesperación movía el cuello de un lado hacia el otro como un
compás de ritmos insonoros que me transportaban y elevaban a cada instante.
Tomé un café, tomé la hora, una mano, una aspirina y luego, me atrapé pensando
lo que ya no pensaba.
Entonces dejé a un lado mi reloj, sobre una puerta que no
abría, una ventana sin balcones, un volcán (siete volcanes) y un lago que
transportaban los ojos marinos tal como lo había soñado dos lunes atrás.
Y como un monólogo de cigarrillos, la espera se fue haciendo
ceniza de a poco. Me senté a pensarlo y lo único que logré fue sentarme, dijo
Sonia. Yo me quedé dando vueltas por la
noche, por las dudas, a lo lejos, la bruma del mar se hacía libros y canciones
y en mi boca, una última seca quemaba las palabras que ya nadie diría.
El silencio tienes esas cosas, pensó. Yo hubiera pensado otras
mejores para los dos. Pero estaba solo. Solísimo. Encerrado entre los muros
fríos, los pisos quietos, la voz baja, y el pulso que apenas se acordaba la
manera en que agarraba la lapicera.
-¿A quién podría hacerle mal? Repetí en mi cuaderno. A esa
altura ya me había caídos dos veces por las escaleras y serpientes, jugué a los
dados, encendí el celular y miré la hora sin mirarla.
Me distraje con los fulanos que pasaban por la vereda como
enamorados y torpes. Me molesta que la gente se besuquee delante de mí. Se los
dije y me miraron sonrientes.
No sé de qué se ríen, yo soy solo - les contesté.
No hay comentarios:
Publicar un comentario