La puerta había tomado la forma
del olvido. Primogénito el silencio se esparció en columnas apiladas por toda
la ciudad. Así se construyeron pueblos enteros. A veces, no hubo un solo día en
que todo fuera tranquilamente silencioso. Y caminar esas calles mojadas, repletas
de hojas anaranjadas hacía más húmedo su nombre. La paciencia se convirtió en
poesía y sus ojos caminaban como meneando el tiempo. Ese rasguño en la cara,
apilado arruga sobre arruga, mantenía intacto el anhelo de volverse a
encontrar. Pero, ¿cuándo? ¿de qué forma? ¿en qué preciso momento, de todos los
momentos de espera, podrían cruzar al menos una palabra? Se peguntó. Una
palabra, una mueca, un revoleo de párpados, un aleteo de caderas, que no hayan
sido antes canción. Se habían imaginado de mil formas distintas, olvidándose
poco a poco hasta convertirse en dos extraños perfectos del tiempo y de las
barcas. Así termina todo, dijo uno de los dos mientras se encogía de hombros.
Ahora la distancia era apenas un susurro. Como una brisa que te salpica en la
cara una lágrima de poeta. Los finales son finales dijo alguno que esperaba en
los andenes de todos los pueblos. De pueblo en pueblo. Llevaba consigo su
nombre escrito. La memoria suele ser tan espantosa con los años que la gente
tiende a olvidarse las cosas esenciales. Y siguió esperando con el paso erguido
y la voz tomada. Guardando una sola palabra para cuando se cruzasen. No vaya a
ser cosa que para entonces se haya gastado la voz, pensó. Y cerró los ojos
imaginándose todo.
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