miércoles, 2 de septiembre de 2009

Desencuentros estupendos


Caminó por la vereda de enfrente de nuevo, con su cara de recién separada y sus muslos duros y sus tetas chicas y acomodadas debajo de la blusa. La gente pasaba igual al lado de ella con el aliento marítimo, ausente, y el ropaje de los meses pasados. La costra en sus ojos no le permitía erguir sus pupilas negras como un breve milagro de los lunes.
Se notaba que todavía esperaba, entretanto, el martirio de los llamados que no llegan; aquellas promesas morosas que la postraban estupenda frente a las puertas de él.
Las hojas lentas de los árboles desfilaban, supongo, por los cordones de las veredas como ese vestido de flores pequeñas que le agrandan el rostro.
Dentro de un ojo estaba el manantial jugoso de la venganza. Sólo era cuestión de horas. Y sus manos como hijos que se pierden en el descaso del tiempo, y las costillas ancianas que soportaban el vaivén de los rizos devueltos.
Blanquísima su silla era la fruta torpe y limpia de los pecados pasados. Allí se desperdiciaba cada mañana frente a mi ventana, con los pies derrotados, y sus rodillas vencidas.
Con sus dedos diminutos partiendo ombligos, y su boca chata hablando ojeras, caminaba los cuerpos sin voces y cansados ya.
Confiada en la mala memoria de la gente, buscó la paz de las bibliotecas, el cemento, la vergüenza, el olvido diáfano de los crímenes del amor.
Sus voz exótica dijo lo que nunca antes se había escuchado. Lo que jamás queremos oír. Se imaginó larva sobre el piso, allí donde el tránsito de las cosas se convierte en rutina.
Sopló fuerte su estómago mientras la sangre quieta y tibia le dejaba en los labios el sabor de las raíces. Su fantasma murió exactamente a las tres menos cuarto de la mañana. Justo cuando él la venía a buscar para dar una vuelta por ahí, con una lágrima azul que se tragó para siempre.

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