martes, 7 de julio de 2009

¿Donde queda el milagro de los solos?....


Ni las catedrales ni las palabras, ni siquiera la débil conjura de los cristos, de las lunas caminando hasta los callejones, yirando, revolcándose en recuerdos y nostalgias que luego se fugan.
De cerveza y cigarrillo. Un viejo muere en el penúltimo asiento/butaca de un cine barato, mugriento, barato, desolado, triste, barato, oscuro y repugnante cine.
Donde miradas, también baratas y abandonadas se retuercen hasta su tripanosoma más cursi, huevo o cigota.
Desde el principio de las cosas los conflictos se suceden como mendigos de la intimidad, cual minúsculos balcones agrios preguntando obscenidades.
Así fue como el origen del sexo fue el asqueroso acto sexual. Orgásmico: continuo de una maldita serpiente. Y se aplica la culpa, y los groseros errores de las bestias a la humanidad toda.
Y se regalan crucifijos, postales, rosas intelectuales que presumen que todo, absolutamente todo, ya existía desde entonces.
Las flores lésbicas, los tragos, los cafés, el reclamo permanente, los cielos cruzados, las rutinas, el arrepentimiento del cigarrillo y los excesos de pan.
Y me permito fumarme, contorneo mi figura hombre de tizne y alcohol, de preguntas fallidas, de suelas errantes, de caminos absurdos.
Por un instante me detengo sol, soplo mis anginas hacia fuera, el mundo me hace caso, describo balcones y desaparece todo.
Las abuelas gritan y desaparecen. Se arman los dolores, se fabrican historias innumerables sobre los toldos de sus hombros.
Ojos que caen como paracaídas. Momentos que ocurren violentos y secos.
Lejos de la conciencia, el Hombre se conoce a sí mismo, desde el cosmos, desde el infinito lugar donde se hace menos lesivo. Entero. Vulgo.
De brazos abiertos. Con los párpados flexionados en el horizonte, dando mordiscones de humo blanco, el tizne de unos cabellos; el aire genital, su panza aterrizando conocido.
Aquel Yo Hombre.
Como estatuas desvela una a una sus ganas de quedarse inmóvil. Todos lo sabemos.
Se procrean sus dedos sobre otros dedos, como caricias, señales, antorchas.
Es sólo eso: una imagen que la mente inventa. Una boca apoyada sobre otra espalda jugosa que pinta un vagabundo de narices agrietadas.
Millones de inodoros que reflexionan, buscando algún dejo de justicia que ya no cuenta nada. Se apropian de lo joven en él y mastican.
Mastican todo lo que pueden. Argumentan ventanales, cual manos sueltas, llenas de ollas que susurran el cambio. ¿En qué fallamos?
Y la pregunta viene como piernas aberrantes que desagradan.
Al fin y al cabo, es así, como todos los días. Desde los balcones las miradas se aplanan, se buscan cómplices. Inocentes gestos de aquellos que no lo entienden. Y asoman, sólo para ver qué es lo que pasa.
Los huesos se esquirlan en boca de urna. Las sillas esperan sentadas.
La vida lleva consigo un ritmo recurrente, de náuseas y orgasmos, de la sensación de que todo sucedió por fin. Y no. Ya ha pasado lo peor… Tal vez.
En general, las calles son como un dulce. Tengo la sensación de haber masticado sus casas, sus mástiles, sus barrios.
Alguien me mira. Observa el contorno de todo. Las sombras. Ojos que son malformaciones. Un gelatinoso testigo que el aire no percibe.
Se cruzan en diagonales superando los planos. Metamorfosis etílica que se vez muy de vez en cuando.
Los finales están allá. En el tango, en la muela de juicio. En las veredas también.
Allá dónde no hay abrazos. Todo lo dinámico se hace vapor, y el mundo queda quieto. Se pierde una vuelta.
Queda paralítico.
Y de nuevo de un par de soledades. Yo conozco esos ojos. He visto el hambre, la tierra tiene ese gusto a tierra difícil de confundir. Como una premisa pendiente, llenando sus ojos de misas. Miro hacia fuera, desde este lugar, desde donde invento mi propia realidad, con el mismo sabor a derrota de hace catorce años. Siento que algo está cambiando…
¿No sienten acaso en el aire ese perfume extraño agridulce? ¿No sintieron de pronto como que las calles tenían una indescriptible sensación de derrota?
Desde lejos, otra vez la misma música. Va y viene esquivando las marchas. ¿Sienten los aplausos?...
Las palmas rojas, los ojos rojos, el cielo rojo también. Los poetas abandonan las ciudades, el abrazo se pierde en el último instante, en el primer mediodía. La taza tibia de café queda pendiente entre dos tipos que fuman y fuman. El tabaco no es sólo la excusa. Definitivamente tengo el alma enrarecida como si se acabaran las promesas. Como si ya estuviéramos cansados de todo. De todos.
Pasa en los prostíbulos inmóviles, en los baños, en las iglesias enrejadas, entre los pueblos contra los pueblos, el hambre contra el hambre. El odio de las mariposas que se asesinan entre sí. El egoísmo los mares con sus vientres pensantes y los ojos lastimosos.
Miro las vidrieras y la gente ha dejado de creer. Se pelean por luces de colores en las esquinas de semáforos, se pelean sin conceptos, sin argumentos, sin premisas.
Y siento que miro hacia arriba y las nubes huyen a otros lugares mejores, se perdió el abrazo último, y quedó la palabra partida a mitad de camino.
Rezo en voz baja.
Pregunto la hora a una señora que enseguida se agarra la cartera y no me mira. Dobla en la esquina, camina rápido, observa todo por encima del hombro. La vida le pasa por la cara y ni siquiera lo advierte. No le importa. Luego la pierdo en el horizonte. n el mismo lugar donde todas las cosas se disipan. Donde el mundo se hace mundo sin rayuela, sin ajedrez.
Todo parece como una sucesión de miles de pequeñas imágenes. Diminutos pretextos. Enormes problemas. Me da la sensación que ya no sirve de nada creer. Ahí vamos. En eso estamos. Caminado por senderos de odio, de insatisfacción.
Y yo me preguntaba mientras escribía esto. Me acordaba de aquellos juegos de niño, de los proyectos que planeaba mientras iba a la facultad. Pensaba también en las charlas con mis viejos, en mis ideas políticas, en las ganas que tenía de cambiar las cosas. Me venía a la mente los sermones del Padre Malfa, los consejos de mi abuela, las idioteces de mis amigos. Las calles abiertas, las puertas seguras, los planos gigantes. Los ojos expectantes, el abrazo tibio, la cama servida. Los domingos de fútbol, el libro prestado, el deseo de casarme, el techo propio, el pan, el matecocido. ¿Dónde fue a parar todo?
O mejor aún, ¿dónde queda el milagro de los solos?

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